Blogs amigos.

viernes, 9 de mayo de 2014

LA MUERTE VIENE Y SE VA…CANTANDO






Pero cuando yo muera
de vida y no de tiempo,
cuando lleguen a dos mis dos maletas,
este ha de ser mi estómago en que cupo mi lámpara en pedazos,
ésta aquella cabeza que expió los tormentos del círculo en mis pasos,
estos esos gusanos que el corazón contó por unidades,
este ha de ser mi cuerpo solidario
por el que vela el alma individual; este ha de ser
mi ombligo en que maté mis piojos natos,
esta mi cosa cosa, mi cosa tremebunda.
(César Vallejo)

“No es fácil responder de qué forma lo he hecho, solo podría mencionar, como un rasgo entre otros de mi trabajo en este libro, que me interesaba indagar, desde la poesía, en cómo la poesía misma se pone en cuestión (como lenguaje, como discurso) al acercarse a situaciones y emociones límite como estas. Y uno de los aspectos que me interesaron fue preguntarme por las fronteras en que la poesía se enfrenta al riesgo de dejar de serlo.” [1]

Con estas palabras Luis Fernando Chueca (Lima, 1965) describe el temple que recorrerá todo el poemario que presentamos a continuación; ante el paso de la muerte, ante el paso de la poderosa muerte, todo queda temblando, tiritando desde sus raíces, nada se salva, absolutamente nada (quizás no sea coincidencia -ningún símbolo lo es-  que en el tarot la muerte represente un cambio). Todo se remece, incluso la poesía, la idea de la poesía, sus conjuros y sus límites, sus formas históricas y el tono que adquiere. En Contemplación de los cuerpos se nos invita a ser parte de esa catarsis, a recorrer juntos la experiencia misma desde la cual se está escribiendo; se nos muestra la herida desde la cual sale, caliente aún, la sangre y se vaticina que no cerrará jamás, que nos acompañará siempre. Como la herida de Aniceto Hevia, ésta no se borrará y lo que nos queda será aprender a vivir con ella, transformarla, representarla, cantarla. La ausencia se instala en el corazón del corazón y ya ni la poesía (en ese afán mesiánico que nos llega desde los románticos) podrá salvarnos, o quizás sí, la duda es constante, y esa misma duda atraviesa por distintos caminos, por diversos paisajes, la geografía textual de este bello y doloroso poemario:

          El poema que busca hundirse ritualmente en el misterio gozoso de la vida se estrella contra la única verdad de su reverso doloroso: ninguna representación de aquel que ha muerto alcanza siquiera un hálito del ser.

«“Entra”, me dicen». Nos dice el poeta, nos invita a pasar, a pasear, a recorrer junto a él el cúmulo de situaciones en las cuales la vida se estruja en su totalidad y desde su reverso más cercano nos muestra la costilla, los pliegues, la catarsis: la vida enfrentándose a la muerte (tópico architratado) a lo largo de la existencia, bajo distintas formas y desde distintos ángulos, en distintos tonos y distintas intensidades, por aquí, por allá, en todos los planos, sin importar el orden cronológico ni la instancia en que aparece. Hace ya casi dos siglos Baudelaire nos invitaba a recorrer las calles de Paris, a captar in situ, vagando y cazando, las distintas imágenes y símbolos que pronto serían capturados de manera magistral en sus textos; buscar la materia en pleno éxtasis, tal cual es, ahí, en el espacio público para luego hacerla fulgurar, renacer, reinventarse y llegarnos colgando en un verso, en una imagen más allá de la imagen. En el poemario que presentamos a continuación, el poeta nos invita a recorrer junto a él, tal cual un flaneur, las distintas instancias en las cuales la muerte se fue presentando, ir de la mano junto a él, no en el Paris del siglo XIX sino que en una Latinoamérica que en el siglo XXI aún no puede, ni sabe, definirse. Este poeta nos toma la mano y nos lleva a conocer la muerte en sus distintas manifestaciones, a contemplar los cuerpos que están ahí, en los brazos de otro estado. Nos invita a conocer las puñaladas de la ausencia y el látigo del poder enlazados a la muerte, a la ida del otro, del compañero, del hermano, del hijo, del abuelo. En un gesto vallejiano (el Vallejo de Los Heraldos Negros y Poemas en prosa, principalmente), nos abre las puertas de su casa, la intimidad doméstica, para universalizar un tópico que nos viene atormentando como civilizaciones sucesivas desde el inicio de toda voz, de toda palabra, de toda lengua: la muerte. En la pieza del abuelo, con la abuela de la mano, con 12 años, el desfile ha comenzado y el poeta quiere que vayamos junto a él. Caminemos juntos las posadas de la ausencia.

En cuanto a la estructura de este poemario, consta de una presentación, “Primera muerte”, desde la cual se nos abre el abanico para emprender la ida hacia otras muertes,  las cuales vendrán en los tres capítulos sucesivos, cada uno de estos capítulos iniciado con un poema escrito como tradicionalmente se ha entendido “un poema” ( escribir hacia abajo, en palabras, irónicas, de Nicanor Parra), para luego entregarse a una escritura en prosa, a un género propio del siglo XX, que en este siglo sigue adquiriendo fuerza, el poema en prosa. Género relacionado claramente con esa “posibilidad de la poesía de dejar de serlo”, que atraviesa el poemario.  Finalmente termina con un Epílogo, el cual da vuelta, en términos poéticos, narrativos, existenciales y hasta ontológicos, el relato que venía  arrastrándose hasta ahí, una vuelta de tuerca que, y a pesar de, nos invita a no perder la esperanza de cantar, no olvidar el Canto y seguir en medio de la vorágine con la voz alta, esgrimiendo un sentido, tejiendo un telar humano en medio de lo inhóspito, ir frente a todo, incluso ante la misma muerte, con la canción valiente, nueva, con la canción que anuncie que la poesía es posible aún, resistiendo a Auschwitz, a la represión de Fujimori, a la muerte del amigo o a la incerteza de escribirse frente al recuerdo del que ya partió. Cantar, cantar. Ir con los muertos de cada uno en la espalda y seguir cantando, con ellos, con nosotros, encontrarnos nuevamente en medio de la hemorragia de la cual aún venimos saliendo y volver a mirarnos, volver a contarnos lo que nos pasa. Cantarnos y contarnos. Sin miedo alguno. Poesía y comunión. Muerte y resurrección.

Más allá de la estructura formal, lo importante de este poemario es ir identificando como el poeta diseñó su arquitectura escritural, todo su edificio simbólico, cómo la forma y el fondo lograron esa unión sublime que suele darse en un verdadero libro de poesía, un esqueleto que se entrelaza en términos formales y en su misma forma reside la sustancia y el ritmo temático. Esto a propósito de que tanto su “Primera muerte”, los tres capítulos sucesivos, y su “Epílogo”, evidencian un paso, una metamorfosis de la experiencia mortuoria, la cual irá mutando y se irá agrandando en círculos concéntricos que nunca soltarán el hilo conductor que las lleva a todas al mismo lugar: el lugar de la ausencia y la posibilidad (o imposibilidad) de subsumir esa ausencia. En términos gráficos el paso sería el siguiente: en “Primera muerte” el poeta nos abre las puertas de su hogar y de su infancia, de su intimidad familiar y el inicio de las relaciones con la muerte. En el capítulo UNO la muerte aparece aún como una experiencia privada, cotidiana, se sienta en la mesa y nos lleva a un ser querido:

Él guardó los negativos de ese viaje adolescente del que queda como único testimonio la imagen que comento. Murió casi de golpe hace tres años: la piedra absoluta de la ausencia creciendo desde el centro de su cuerpo. Lo visitamos ―Pancho, Juan Pablo, Paco, yo― varios sábados seguidos pero no pudimos verlo. Lo siguiente fue el velorio y el entierro.
Para ellos escribo este poema.
para luego pasar, en el capítulo DOS, a ser una experiencia colectiva, una dimensión política desde la cual se puede entender la historia más reciente del país en el cual se inserta cronotópicamente el poemario: el Perú que aparece en los 90, el Perú del Sendero Luminoso y de la represión estatal que parece no tener fin ni escrúpulos, ¿les suena a algo parecido? Latinoamericanos todos. Latinoamérica desde la médula, ¿la Chakana encima de las cruces del poder?:

Ensayo esa misma frialdad documental en este poema y añado, sobre acontecimientos más cercanos: “Lo que quedaba de los cuerpos fue entregado a los familiares en cajas de leche Gloria. Poco antes se hallaron, enterrados, camino a Cieneguilla, restos de un maxilar superior y cinco dientes, el cráneo de una mujer con un agujero de bala, retazos de un pantalón calcinado y un juego de llaves, que permitió identificar a las víctimas y seguir la pista de los cuerpos embolsados”. O transcribo, en un nuevo giro, el comentario de un marino que explica que, a diferencia del Ejército, en su arma a los detenidos “los matan desnudos para que no los reconozcan, ni sortijas ni aretes, ni zapatos ni ropa interior. Y las prendas las queman”.

Finalmente se cierra el capítulo TRES, en el cual lo que subyace desde el texto es la duda constante ante la posibilidad/imposibilidad de representar la muerte, de poder acercar y hacer tangible, de carne y hueso nuevamente, al ser querido que ya partió, la impotencia de no poder hacerlo aparecer (más aún en Occidente), y la duda ante la poesía misma y su capacidad de superar ese abismo entre la representación y lo representado (por más kantiano que esto suene), entre la palabra y lo hablado, entre el Verbo y la Carne. Tres momentos de la experiencia ante la muerte, tres espejos desde donde mirar los anatemas posibles, tres dimensiones desde donde hincarle el diente a la realidad, esa realidad en la cual también es posible, realmente posible, perecer, transmutar, partir. Ser abono y ser nube. Relámpago y sillón. Cuerpo, idea…presencia y ausencia:

Si digo muerte, ¿alcanzo a reflejar el horror, la ausencia, la anulación de todo movimiento? Es el silencio que se tiñe de negro sobre la manta vieja de la historia, la plena absurdidad que recupera su única y privilegiada posición.

Por último, y luego de toda la mezcla, revoltija, anterior, celebramos este poemario, rescatamos y destacamos que no es una poética que se quede quieta ante una muerte inmaculada, omnipotente. Más bien es una poética lúcida, que asume la ausencia y el dolor desde el núcleo mismo, que recoge desde esa misma conciencia la posibilidad de ir más allá, de agarrar la vida desde la costilla y chupar toda la sangre, de saber que la muerte está ahí, presente y ante esa presencia debemos ser capaces de congregar la vida misma desde su fuente, su raíz, su átomo. Saber, desde un punto de vista ético y estético, que los muertos no serán devueltos físicamente con un poema (canción, película, novela, grafiti, mural, lo que sea), pero, y también éticamente, dar vuelta la tortilla y sublimar esa experiencia mortuoria acá mismo, en el suelo en el cual quedamos los vivos, los que nos nutrimos de estos seres que ya son luz y con, y por, los cuales cantaremos para siempre. Ante la muerte esgrimir vida, ante el silencio formar una voz, ante el tedio escribir poesía, ante el sinsentido recuperar el canto, ante la soledad tejer la comunión de lo cantado, ante la ausencia poner la vida como una transmutación de estados y posibilidades. Ante la indiferencia la convulsión creadora. Ante la muerte la vida.

Todos de las manos, los que estamos y lo que no, los que somos carne y los que somos energía. La mezcla, esa mezcla, ese híbrido que desde esa misma hibridez crea particularismos maravillosos, eslabones perdidos para la Academia de Occidente, esa mezcla de la cual sabemos bien acá en Latinoamérica. Esa Latinoamérica que doblegó a la muerte con el baile, con la danza, con el carnaval. Esa Latinoamérica que también está acá, en estos versos mortuorios. Bailemos hermanos. ¡Bailemos y cantemos! ¡Cantemos!
¡Cantemos!

     que el canto redime del horror
y de la fría voz de la impaciencia
acaricia el pecho desgarrado   
el cuerpo canceroso   
el agujero en el omóplato
como al desvelo de un sexo que se hunde sobre otro
en la más extrema perfección

golpea      rasga     desentierra

o arráncate los labios

pero canta.

LA VIEJA SAPA CARTONERA
OTOÑO DEL 2014




[1] Fragmento extraído de una entrevista realizada a Luis Fernando Chueca el año 2012.